Los carnavales
Los carnavales estaban
prohibidos durante algunos años en la dictadura del general Franco. Pero
desde cuando yo los recuerdo, ya se podían ver por la calle algunas
personas disfrazadas, haciendo bromas y recitando algunos versos
picantes. Recuerdo que algunos familiares lejanos míos, se cambiaban de
ropa para aparentar distinto sexo y, de forma estrafalaria, poniéndose
ropajes de los abuelos o abuelas, entonaban cancioncillas como
improvisados juglares. Se formaban corros de gente por donde pasaban,
hacían una “estación” y proclamaban a los cuatro vientos su
charlatanería burda. Más adelante, siendo ya un adolescente, el carácter
del carnaval cambió. Todo parecía ya algo oficial. Se nombraba una
“capitana” que hacía ostentación de su gracia y su temple para hacer
ondear la bandera española, alrededor de su cuerpo, blandiendo como un
torero su arte y su buen hacer. Solía ser una mujer de buen ver, pero
sobre todo, que tuviese dinero o prestigio entre la “gente bien” para
congraciarse con las autoridades y poder invitar a dulces y “zurra” a
todos los que se presentasen por su casa. Pero lo más importante de los
carnavales era el baile de jotas y la “puja” que se hacía en la plaza
para poder bailarlas. Lógicamente, la bailaba aquél o aquélla que más
dinero disponía para pujar. Solía haber dos o tres grupos familiares que
se llevaban siempre el gato al agua y bailaba casi todo el tiempo. Esto
era una muestra de ostentación de la mujer, en edad de merecer, ante
los hombres. Es decir, que si la fiesta de San Antón era una puesta en
escena del hombre ante su pretendida, en los carnavales era lo
contrario: una exposición del poderío económico de la mujer casadera
ante su hipotético pretendiente. La costumbre era, y sigue siendo, que
el dinero obtenido en las distintas pujas, iba a parar a la banda
municipal que interpretaba repetidamente las jotas con ligeras
variaciones. Además, tras la finalización de cada jornada (en total eran
tres días), las autoridades, los músicos y los familiares, se reunían
en casa de la capitana, donde se invitaba generosamente a los asistentes
a “zurra” (vino y gaseosa) y a dulces caseros (mantecados, pastas,
mostillo, etc.) Como se ve en lo anteriormente expuesto, nada tenía que
ver con el carnaval clásico de máscaras, disfraces de lujo ni carrozas
engalanadas, típicas de otros lugares del mundo.
San Antón.-
Ya
no es como era antes. Ahora, San Antón se preocupa de bendecir a gatos,
perros y demás animales de compañía. Antes, San Antón era algo así como
el santo que acompañaba a los animales que servían al labrador para
poder comer. Se tenían mulas y burros. También se tenían perros en casa,
pero éstos no eran como compañía, sino como un instrumento de guarda de
la casa, al que se alimentaba con los restos de la comida de los amos.
Ni se les vacunaba , ni se les ponían chips (aunque los hubiera). Cuando
un perro estaba enfermo o no servía al fin por el que se tenía, el
dueño lo mataba sin contemplaciones. Tampoco se les hacía una perrera ni
se les protegía. El perro se cuidaba por sí mismo, guareciéndose donde
se encontraba mejor: a la sombra en verano; al calor de la lumbre en
invierno o deambulando por las calles en los equinocios anuales. Si se
celebraba San Antón, era porque existían las mulas y los burros, que
eran tan importantes para la economía de una casa agrícola en aquellos
tiempos. Si se moría un animal de esos, era una desgracia familiar a la
que habían de hacer frente como si fuese la muerte del propio amo. Y
casi había que dar el pésame a las familias. O al menos, preguntar por
el suceso acaecido. Por eso, el día 17 de Enero era una fiesta grande. Y
como era grande, también lo era el interés de los labradores en
enjaezar, con los mejores aparejos, cinchas, cabezadas, orejeras, arreos
en general a las mulas que poseían. Les ponían campanillas por todas
partes. Les hacían un moño en la cola poniendo espejuelos que reflejaban
todo tipo de luces. Les peinaban y ponían las mejores mantas para
montar y los más relucientes tiros a estos animales de labor. Lo solían
hacer los mozalbetes. Los que, de alguna manera, querían impresionar a
la que sería luego su novia o pretendían que fuera. Además, una vez
bendecidos los animales en la glorieta de la iglesia, emprendían a lo
largo de la calle Real, una carrera en competición con el viento. No
salían a ver quién ganaba ni quién era más veloz. Era una apuesta
consigo mismo, ya que trataban de hacer era mostrar a la gente y en
especial a su novia, lo bien pertrechadas que tenía a las caballerías y
cómo era capaz de correr durante unos minutos, cabalgando aquellas
mulas, que para lo único que estaban preparadas era para tirar del carro
o del arado. En cualquier caso, los amigos o el público en general,
solía ir a la casa del que más llamaba la atención en la puesta en
escena de la fiesta, tras la carrera, a darle todos los parabienes y
exaltar la belleza de las caballerías y, de paso, ser invitados por la
familia a mantecados y “ zurra” o mistela, como era costumbre. Siempre
solía haber algún accidentado: O bien de los jinetes o bien de los
espectadores. Alguna mula que no respondía a los requerimientos de su
dueño, o se le desbocaba al verse entre tanta muchedumbre, o algún
accidente al intentar cruzarse a la otra acera en el momento más
inoportuno, o que fuese la caballería que se arrimase más de la cuenta
al sufrido espectador. Yo recuerdo que, en la cámara de mi casa, había
unos arreos y unas cabezadas (quizá sólo eran los tiros. No sé) casi
nuevas y relucientes, herencia de mis abuelos. Y como en mi casa no
vivíamos de la agricultura ni teníamos caballerías, algunos tíos o
primos nos las pedían para poder vestir por todo lo alto a sus propios
animales. No sé qué fue de aquellos arreos. O bien duermen en algún
rincón olvidado de la cámara o al final, se los regalamos a algún
familiar. O quizás, quedaron para amarrar alguna maleta voluminosa....
La fiesta del 18 de Julio.-
Años
50. Aún permanece en las mentes de muchos de nuestros mayores, la
recién acabada contienda civil. Digo en los mayores, porque los chavales
de seis a diez años no teníamos ni la más mínima idea de lo que había
supuesto en la sociedad española. Yo y otros como yo, veíamos el montaje
y la parafernalia externa, pero no llegábamos a comprender el
significado de aquella festividad. Por supuesto, la jornada daba
comienzo con la misa, a la que era inevitable asistir, so pena de ser
mirado con malos ojos por las fuerzas vivas del pueblo. Como era
costumbre, en el momento de la Consagración, se interpretaba el himno
nacional por la banda municipal. Ya, a la salida de misa, en la
explanada de la glorieta de la iglesia, y ante el monumento a los
“Caídos por Dios y por España”, en perfecto estado de revista, formaban
los falangistas. Tocados de pantalón corto, camisa azul, boina roja y
brazalete negro, entonaban el “Cara al Sol”, tras las órdenes dadas por
el Jefe Local del Movimiento y los “delfines” de color azul.
Indefectiblemente, los allí asistentes acompañaban los acordes
levantando el brazo perfectamente estirado. La gente mayor que no era
afecta al régimen, consciente de que era observada, levantaba su brazo y
nos lo hacía levantar a nosotros (los hijos pequeños), diciéndonos que
estirásemos bien la mano. Aun siendo unos niños, se dejaba sentir un
olor a obligación, a miedo, a represión... sin saber por qué. Ya por la
tarde, tras la obligada siesta, se salía a pasear entre los setos del
Parque Municipal. Los días previos, el Ayuntamiento se había preocupado
de esparcir arena nueva por los paseos (pues no estaban embaldosados
como ahora). Se regaba profusamente y daba sensación de frescor bajo las
copas de las acacias que servían de sombrilla ante el sol abrasador de
La Mancha. Cuando el sol declinaba y comenzaba a perfilar la noche, en
los alrededores del kiosco, que había en el paseo central, se
arremolinaba la gente mayor, los que disfrutaban de la fiesta y los que
querían distinguirse de los demás. Hay que decir, que dicho kiosco, que
fue sustituido por una fuente en los años 70, era un chiringuito
octogonal (o exagonal; ya no me acuerdo bien), que albergaba un bar y en
su terraza superior tocaba la banda municipal en los días especiales de
fiesta o domingos de verano. La terraza inferior, es decir, en los
alrededores del kiosco, se colocaban mesas y sillas plegables de madera y
el público se solazaba con jarras de refresco de limón, fresa o zarza,
según el gusto, acompañado de aceitunas, patatas, berberechos, anchoas,
boquerones o mejillones. El ambiente era muy característico, pues
mientras la banda interpretaba pasacalles o pasodobles, las “gentes de
bien” y falangistas vestidos a la típica usanza, se repanchigaban en sus
sillas haciendo ostentación de sus uniformes. Todo mezclado con el olor
salado de los aperitivos, encurtidos y el sabor dulzón de los
refrescos, complementado con el denso olor de las flores de las acacias,
caídas sobre la arena húmeda del paseo, el murmullo de las gentes y de
los perfumes agobiantes domingueros, que lucían camisa blanca de cuello
duro y pantalón negro, vestigios de alguna boda familiar.
Las bodas.-
Eran
casi como las ferias, pero en semi –privado. La fiesta se preparaba de
antemano y las familias enteras se ponían de acuerdo para preparar las
viandas que formarían parte del banquete nupcial. Era todo un rito.
Desde semanas atrás, se preparaban los postres y los dulces: “arroz con
duz”, el mostillo, los tirabuzones... Pero a medida que se acercaban las
vísperas, la fiebre nupcial subía y se aceleraban los preparativos: Se
mataban gallinas, gallos, conejos...Se recolectaban o compraban
huevos... y se hacían los regalos (presentes) a los familiares y amigos
que sabían que no iban a asistir al banquete. Normalmente se les llevaba
un plato de arroz con duz (arroz cocido con agua, limón, azúcar y
canela) y, la gente más refinada y pudiente, llevaba una cajita de
almendras peladillas en lugar del arroz con duz. Bien, pues llegado el
día de la boda, todo el pueblo estaba al tanto, ya que las noticias se
sabían con mucha antelación. Solía ser el evento a las 12 del mediodía.
Las campanas repicaban sin parar. Los invitados se apresuran, por grupos
de familia o amigos, a llegar a la iglesia,a tiempo de la ceremonia.
Mientras, el resto de la gente se acicala ligeramente para ver pasar a
la novia y al novio. La una, de blanco (¡cómo no!). El otro de negro y
camisa blanca de cuello almidonado. La calle por donde discurre la
comitiva se convierte en un embudo multitudinario. La parte ancha, la
forma la zona por donde están los novios; y la más estrecha, casi
cerrada, se encontraba a unos 50 metros en la dirección en que caminaban
los celebrantes. Como las faenas preparatorias de los familiares más
allegados habían durado hasta la víspera de la boda, ese mismo día
desayunaban un buen chocolate con soletillas, aunque fuese un día de
verano; pues era más fuerte la tentación golosa que el sudor que les
pudiese producir. Terminada la ceremonia, al salir de la iglesia, se
lanzaban a los novios (para que lo recogieran los chiquillos)
calderilla, caramelos y peladillas, lo que hacía más engorroso el
caminar de los flamantes esposos. El banquete se hacía en un salón de
bodas, que no era sino un antiguo casino ubicado en un caserón, que se
utilizaba a tal efecto. No existía como ahora, ni aire acondicionado, ni
siquiera unos ventiladores que mitigasen el calor de verano. Casi todo
el mundo bien trajeado, en un salón escasa ventilación y el perfume
abigarrado de los invitados, se mezclaba con el calor producido por el
primer plato, que siempre consistía en una sopa de picadillo, compuesta
por el caldo de cocer las gallinas, fideos, los higaditos y huevos
picados y algún que otro trozo de gallina. Todos sudábamos con gruesas
gotas. Todos nos limpiábamos el sudor con los pañuelos blancos que se
colocaban de adorno en los bolsillos superiores de las chaquetas. La
gente empieza a desabrocharse las camisas, aflojar el nudo de la corbata
o a desprenderse de la americana. Ni que decir tiene, que los platos se
podían repetir casi indefinidamente, porque lo que les preocupaba a los
familiares de los novios es que los invitados no se quedasen con hambre
y que la comida fuese abundante. El segundo plato lo componía una
mezcla de albóndigas de cerdo con trozos de gallina guisados. En verdad
que todo era tan natural, que se podría hacer ostentación de que todo
era de corral (como antes siempre lo era) y sin manipulación por
terceros que no fuesen familiares. Así que todo se quedaba en casa.
Nunca oí nada de intoxicaciones. Como no había exquisiteces crudas o
semicurados, no había posibilidad de ello. Ya a media tarde, terminado
el banquete, el padrino repartía los puros entre los hombres y la
madrina, repartía su simpatía entre las mujeres, preguntando si les
había gustado la comida. De forma prevista, en ordenada fila, los
invitados entregaban a los novios, una cantidad de dinero que se echaba
en una bandeja, a la vista de toda la gente, y se les deseaba todo un
mundo de parabienes. Se desalojaba el salón. Los familiares recogían las
mesas que habían servido y se barría el suelo de cemento, para dejarlo
listo para el baile. A partir de las cinco de la tarde, comenzaba el
baile, danzando al son que tocaba un grupo musical compuesto por varios
músicos pertenecientes a la banda municipal. En mis tiempos de niño, ni
sabía bailar ni observaba cómo se bailaba; pero en los bancos que habían
servido como asiento de los comensales, se agrupaban ahora, puestos en
el contorno del salón, todas las comadres que cuchicheaban sobre los
supuestos pretendientes de alguna mozuela más o menos conocida. También
intentaban lucirse aquellas parejas que, tradicionalmente, eran
reconocidos como buenos bailarines. Pero la mayoría de los invitados,
movían sus huesos de forma acompasada, pero burda, con la novia o
esposa, para que no diera qué decir entre los ojos ávidos de novedades.
El baile expiraba por cansancio, sobre las once de la noche, tras
agotarse, con el baile de las jotas manchegas, que frecuentemente pedían
a los músicos. Había terminado un día de fiesta que, para la mayoría de
los asistentes, suponía un eslabón de la, vida, tan natural como cuando
se asiste a un entierro.
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Los exámenes.-
En
Miguel Esteban no existía Instituto de Enseñanzas Medias hasta los años
80. Los estudiantes nos íbamos a examinar por enseñanza libre a los
diferentes institutos de Madrid o de Toledo. Los que tenían capital
suficiente, llevaban a sus hijos internos a otros centros privados de
Tarancón, ciudad conquense, relativamente cercana. Cuando llegaba la
época de exámenes, de forma indefectible, nos juntábamos los alumnos que
cursábamos un nivel y nos íbamos a Toledo (anteriormente a Madrid), con
uno de los coches piratas que había en el pueblo y nos ubicábamos en
una pensión relativamente barata y céntrica. La verdad es que lo
pasábamos mal, porque nos jugábamos todo el curso en un examen de un
día.La noche anterior tomábamos agua de azahar para poder conciliar el
sueño. Casi siempre hacíamos una parada intermedia en Mora de Toledo, a
descansar y a desayunar unos chocolates con churros que por la hora y
por las escasas veces que se comían , nos hacían subir la moral.Los
nervios en el viaje y la falta de costumbre de viajar nos suponía un
suplicio y casi terminaba en mareos y vómitos de nervios y de ansiedad.
Una vez en la pensión, nos tranquilizábamos con los consejos dados por
nuestros maestros y nos disponíamos a dar la batalla para demostrarnos a
nosotros mismos que éramos capaces de sacar todas las asignaturas en el
año escolar. El hecho de pasar de una zona rural a una urbana, también
hacía parecernos todo algo mágico, pues cualquier cosa nos llamaba la
atención: los mazapanes en los escaparates, las tiendas, los turistas
extranjeros...
El Frente de Juventudes.-
Cuando
era niño, el Frente de Juventudes era, para nosotros, un lugar donde se
podía jugar, pintar, dibujar y divertirse casi con toda libertad sin
que nadie te dijese nada.Le podrías decir a tus padres: Me voy al frente
de juventudes y se quedaban tan tranquilos. Sería como decir ahora: Me
voy al cine a ver la última de la Guerra de las Galaxias. Es decir,
formaba parte de la monotonía de la vida cotidiana y nadie decía nada ni
se escandalizaba. Y si se escandalizaba, lo haría en su interior,
porque al exterior no podía sacar nada que estuviese en discordia.El
hecho es que allí se juntaba gran parte de los adolescentes para pasar
el rato antes de irse a cenar a casa. Siempre se observaba cómo de vez
en cuando pasaba un hombre mayor o un joven mayor que nosotros, vestido
de azul y nos miraba sonriente y supongo que pensaba: " Esto es lo que
España necesita". Lo que no podía suponer es que, años más tarde, la
juventud que nos encerrábamos allí teníamos otros pensamientos que no
tenían que ver nada con las ideas que pretendían inyectarnos. Se
cantaba, se pintaba, se jugaba al ajedrez, a las damas, al parchís.
Supongo que material tendrían sobradamente para que las actividades
enganchasen a los jóvenes que en aquella España nacimos sin saber dónde
nos metíamos.
Los baños de Villafranca.-
Villafranca de los
Caballeros es un pueblo de la Mancha toledana. Situado en una zona
lacustre cárstica, tenía fama en mis tiempos de niño, de ser el lugar de
los baños de los pueblos vecinos. Como es lógico, ni en la posguerra ni
en muchos años después había otros lugares para refrescarse en estas
zonas de la Meseta: O la alberca de las huertas o los baños de
Villafranca. Las albercas, o lo que allí denominan “balsas”, eran
pequeños estanques artificiales utilizados como depósitos de agua para
regar las huertas. El problema de bañarse en una alberca era que el
labrador correspondiente no la podía utilizar como actividad lúdica ya
que no era bien visto, porque trabajar y divertirse no era compatible
para la gente de aquellos tiempos. Así que, cuando se terminaban las
faenas del verano( siega, trilla y almacenaje de cereales), los
labradores ( y otros que no lo eran) se ponían de acuerdo, casi al
unísono, para darse unos días de asueto en las lagunas de Villafranca.
Eran unas lagunas formadas en un hundimiento tectónico, y por
afloramiento cárstico de agua, donde se sedimentaban lodos de todo tipo.
Las arcillas y los limos allí acumulados tenían (decían) propiedades
curativas. El caso es que, o bien por la propia salud o bien por
quitarse los sudores acumulados del verano y de los trabajos diarios,
los labradores migueletes acudían a los citados baños. Pero no lo hacían
todos. A fin de cuentas, aquello suponía un lujo que no estaba al
alcance de cualquiera.. Los más pudientes iban hasta Alcázar con la
“viajera” y, desde allí, se trasladaban a Villafranca. Pero lo más
normal es que la familia entera tomase el carro y la mula, cargaban todo
lo transportable que le sirviese para estar unos días fuera de casa,
ahorrándose todo lo posible. Se cargaba en el carro desde un colchón
hasta las patatas y el aceite para hacerse un “caldillo”, pasando por
las sillas, mantas e incluso alguna cabra para tener leche diaria.
Asimismo, llevaban la cebada y la paja, como pienso para la mula. Lo
único que tendrían que pagar cuando llegasen allí, era el alquiler de
una habitación (“cuarto”) que era algo así como un trozo de tierra entre
cuatro paredes para poder dormir a cubierto. Como es de suponer, una
zona húmeda en medio de La Mancha es proclive a los mosquitos. Así pues,
a la hora de dormir, o se tapaban con la manta y sudaban la gota gorda o
te sableaban los mosquitos. En cualquier caso, era un suplicio que
había que asumir contentos de haber ido a los baños. Las comidas en
aquel paraje eran preparadas por los propios visitantes. Para ello, se
habían llevado algún conejo o gallina, con los que tenían suficiente
para algunos días. Los desechos de las comidas y del sacrificio de los
animales, quedaban esparcidos por los alrededores de la laguna, lo cual
contribuía a dar un ambiente propenso a los insectos y roedores. Al cabo
de cinco o seis días, regresaban como habían ido: con el carro y la
mula, con algo menos de peso, pero lleno de ilusiones, de piel curada
por el cieno o reumas remediados por las aguas salitrosas. El farolillo
que llevaba el carro, solamente se colocaba para que fuesen vistos por
otros vehículos, pero no para alumbrar el camino, ya que era como un
candil o una lamparilla en las procesiones, protegidas del viento por
los cristales. Cuando la economía familiar lo permitía, se traía algún
objeto para ellos o los familiares: un botijo o una hucha de barro
cocido, que aunque de poco valor, satisfacía con holgura a quien lo
recibía. Aún conservo fotos de una marcha y de la estancia en
Villafranca que hicimos unos cuantos amigos.Salimos por la noche, a eso
de las 23:30. Había una luna llena extraordinaria y nos iluminaba el
camino perfectamente. Con buena marcha y casi sin parar, cubrimos los
aproximadamente 14 kilómetros de carretera que une Miguel Esteban con
Villafranca, pasando por Alcázar, en 7 horas. A las 6 de la mañana,
cuando el sol dejaba asomar sus primeros rayos, nos encontrábamos en un
altozano desde donde se divisaba el pueblo. Descansamos. Nos sentamos y
descargamos nuestros hombros del peso de las mochilas. Cuando nos
quisimos levantar para emprender la marcha de nuevo, no podíamos con
nuestro cuerpo. Todo eran agujetas y dolores. Antes de que el
enfriamiento muscular fuese a más, y no sin gran esfuerzo, emprendimos
de nuevo el camino para llegar a las lagunas en pocos minutos. Una vez
allí, nos instalamos en un “cuarto” donde únicamente había tres somieres
de muelles. Suficiente para descansar nuestros cuerpos. Tras el primer
baño y una comida en plan conservas de sardinas y salchichón, nos
dormimos la siesta a pesar del calor y de los mosquitos. Pasamos allí
tres o cuatro días. De cuando en cuando nos paseábamos por las calles
del pueblo, ataviados con nuestros atuendos de factura hippie. Nos
sentábamos a la sombra en las aceras y tocábamos la flauta o la
armónica. Las gentes se nos quedaban mirando y no faltó algún incidente
verbal, aunque también surgieron ligues espontáneos con un grupo de
muchachas que trabajaban en el envasado de ajos. A la vuelta, quemados
por el sol y cansados, no nos atrevimos a seguir por el mismo camino.
Nos decidimos por tomar el autobús que enlazaba con Alcázar de San Juan
y, desde allí, al pueblo con la “viajera”.Ahora lo recuerdo con
nostalgia. La verdad es que fue una aventura agradable, acorde con
nuestros tiempos y sin otro afán que pasar unos días agradables, a
nuestro aire y sin hacer mal a nadie.
La "Viajera".-
Así llamábamos a ese
viejo cacharro que hacía los viajes desde Villamayor de Santiago a
Alcázar de San Juan. Pasaba por Miguel Esteban. Paraba en la Plaza, en
la puerta del Ayuntamiento. Salía por la mañana a eso de las 9 y
regresaba parando en el mismo lugar a las 2 de la tarde. Esta época de
la que hablo era cuando yo era un niño aún. Es decir, tendría entre los 6
y los 12 años quizás. Dicho de otro modo: por los años 1950-1960. La
verdad es que casi no recuerdo cómo venía de Villamayor de Santiago,
porque no me levantaba a esas horas para ir a ver la viajera, pero sí
recuerdo el ir alguna vez regresar de Alcázar, a las dos de la tarde,
porque tenía que esperar a alguien o porque debería hablar con el
cartero que recogía la correspondencia que traía el coche de línea y
quería saber si había venido alguna carta que debería de ser importante.
Posiblemente alguna que otra vez fui por la curiosidad de ir a ver
quién venía en la viajera, con otros amigos. Siempre se veían gentes
vestidas con sus trajes nuevos de pana los hombres, con la camisa blanca
de cuello almidonado o a las mujeres con sus faldas nuevas de
terciopelo negro o marrón o camisas de penitencia de colores morados,
con peinados recién hechos y empapados de zaragatona que les daba un
aire de “fallera mayor” manchega. Siempre observábamos cómo traían
objetos, bolsas o ropas nuevos que habían adquirido en la vecina
Alcázar. Otros no traían nada porque sólo venían de la fundación médica
que era como un hospitalillo que había fundado un célebre médico de
aquella ciudad y al que los pueblos de alrededor acudían como esperanza
milagrosa para curarse sus males, pues entonces no había el sistema
sanitario público que hoy conocemos. Al que siempre se le veía al pie de
la viajera era al encargado de subir las maletas.Era un mozo del
pueblo, con una voz característica, entre bronca y afónica, que hacía de
cobrador,ayudante y mozo de las maletas en la Viajera. Iba y venía de
Miguel Esteban a Alcázar y viceversa. Subía y bajaba las maletas de la
baca del autobús, desplegando una escalerilla adosada a la parte trasera
del vehículo. Una vez arriba, soltaba las maletas y equipajes
lanzándolos a alguien que los recogía desde abajo o bien los recogía
cuando alguien se los lanzaba desde tierra. Con la proletarización del
“600” y la aparición de varios vehículos utilitarios en el pueblo, unido
a que comenzaron a existir los chóferes piratas que realizaban los
viajes hasta Madrid, la viajera fue teniendo cada vez menos importancia
como medio de locomoción, llegando a desaparecer cuando con la venida de
la democracia en los años 70, comienzan a establecerse otras líneas
regulares a Madrid, Alcázar y Quintanar. Ignoro cuándo tuvo lugar la
desaparición total de la “Viajera”, pero posiblemente acaeciese a
finales de los 70 o principios de los 80.
El jueves lardero.-
Era para los chicos,
algo así como las ferias para los mayores. Se celebraba el día siguiente
al miércoles de Ceniza. Por lógica, próximo a Semana Santa, era
primavera y el campo se vestía de colores, con tiempo soleado
normalmente y con ganas de disfrutar de un día de campo, pues aunque
estábamos en el pueblo y parecíamos pueblerinos, no éramos agricultores.
Asistíamos a la escuela primaria y las salidas al campo nos
proporcionaban un algo de libertad, aventura, y camaradería que
deseábamos todos. Yo creo, que la preparación del jueves lardero era más
interesante que el propio desarrollo del día. Suponía estar gran parte
del día fuera de casa y de la escuela. Normalmente, lo ideal era salir
antes de comer, para que la comidas fuesen dos fuera de la casa: comida y
merienda. Cuando las cosas en casa no se veían bien, lo corriente era
salir después de comer, para poder hacer la merienda en el campo. De
forma, que el hatillo resultaba más exiguo y el tiempo de aventura,
menor. Pero cuando se acercaba el día, cada uno de nosotros nos
contábamos lo que íbamos a llevar de merienda y dónde se iba a ir.
Porque cada grupo de amigos, se marchaba a un lugar diferente. Nosotros
solíamos ir cerca de la ermita de San Isidro, por la carretera de El
Toboso. Otros, iban a las huertas de algún familiar y otros se marchaban
a lo que denominábamos “ontanillas”, que eran una serie de vaguadas a
lo largo de la carretera de Quintanar de la Orden, donde había varios
puentes. La primera ontanilla era la del puente grande. Allí llegban
muchos porque estaba cerca del pueblo. La segunda ontanilla era la que
alcanzaban los mayores, porque se consideraba que podían ir más lejos.
Los más atrevidos, llegaban hasta la tercera ontanilla, que tenía tres
ojos casi ciegos popr las hierbas y se alejaba unos 6 Km del pueblo.
Solo era objetivo de los mayores con no muy buenas intenciones, pues
llevaban cerillas para hacer fuego bajo el puente y alguna barbaridad de
las de entonces. Claro, hay que considerar que el tráfico rodado por
esas carreteras era tan escaso que se contabilizaban los coches con los
dedos de una mano en todo el tiempo. Íbamos en grupo cantando cualquier
canción que supusiese un cojunto de voces, quizás enseñadas por el
Frente de Juventudes, sin saber lo que cantábamos. Llegábamos al lugar
elegido, comíamos la merienda, se contaban algunos chistes o algún
chascarrillo y si no se le ocurría a nadie alguna pifia, volvíamos por
donde habíamos venido. Pero siempre, tras la merienda, hacíamos tiempo
para decir que habíamos estado en el “jueves lardero”. La canción que se
solía cantar era la de siempre: “Venimos de lardeaaaaaaarr...de la
huerta de mi abueloooooo...Nos hemos comido el paaaaan , los
chorizoooooos y los huevoooos....” Los atrevidos, al final, nos contaban
las fechorías que habían hecho, para que tomásemos ejemplo de sus
andanzas y que nos pareciese que eran mayores.... Creo que eso ya no
existe. Y no existe porque las meriendas se hacen en las pizzerías o las
hamburgueserías; porque los pueblos dejan de considerar que el campo es
bueno. Porque los amigos se reúnen más veces en las casas y no
necesitan tener un día especial para merendar juntos. Y porque al
final...andar les supone mucho trabajo y prefieren ir en coche al Mc
Donalds del pueblo de al lado para beber Coca Cola y tomar comida basura
americana....Un desastre.
Las cuadras.-
Allá por los años 50,
cuando aún no llegaba a los diez años, no teníamos otro lugar a dónde ir
para divertirnos. No existían ni los televisores, ni las videoconsolas,
ni los ordenadores, ni siquiera las discotecas. Pero teníamos un lugar
donde podíamos retozar (nunca mejor dicho), en compañía de las mulas.
Eran las cuadras. En los inviernos fríos, lluviosos o de niebla, la
cuadra ofrecía un lugar recoleto, caliente y donde se permitía casi de
todo. Siempre había algún amigo, cuyos padres eran labradores y poseían
una cuadra para los animales de tiro. Solía estar al final de la portada
o el corral. Tenían dos apartados principales: la zona de los animales y
la zona humana. Pero entre una y otra no existía más que una leve
separación de un repecho de ladrillo y yeso hasta 1 metro de altura.
Pero el ambiente a establo, pienso, excrementos, humedad y el calor del
vapor de la respiración animal, se mezclaba con el polvo que
levantábamos los chiquillos cuando jugábamos con los cojines, el jergón
de paja o el propio pajar que estaba en un habitáculo contiguo. Una luz
tenue y amarillenta, procedente de una bombilla casi ensombrecida por la
densa huella dejada por infinitas moscas, era la única fuente luminosa
de la que disponíamos en nuestras tardes de invierno. Así que, mientras
las personas adultas se pasaban la tarde jugando al “tute”, mientras
comían unas pipas,garbanzos tostados o cacahuetes salados, la
chiquillería pasaba el tiempo envuelta en una atmósfera que, más parecía
un pesebre que un lugar de juego infantil. Así se pasaban los días de
“temporal”, en los que los labradores no podían salir a trabajar y se
dedicaban a hacer tomiza o algún envase de esparto. Si por casualidad
amanecía soleado, la gente salía a la calle y con el esparto bajo la
axila, entretejía sus fibras hasta llegar a formar pleita que, mediante
cosido con el mismo esparto, se manufacturaba alguna espuerta o sera que
utilizarían después en las faenas de la vendimia.
Los coches "piratas".-
En aquellos años que
oscilaban entre 1958 y 1968, en Miguel Esteban aún no había más coche de
línea que “La Viajera”, que hacía el trayecto desde Villamayor de
Santiago a Alcázar de San Juan y viceversa. Nosotros, los migueletes, la
utilizábamos para hacer el viaje de ida y vuelta a Alcázar. De forma,
que cuando se debía ir a otros lugares diferentes, teníamos que
apañarnos con diversas combinaciones de taxis, o coches particulares
para ir directamente o para tomar otros medios de transporte que nos
llevase al lugar de destino. Antes de comenzar a vivir como taxis
“piratas”, realizaban un servicio privado que debíamos pagar como
verdaderos hombres de negocios en coches alquilados con conductor.
Recuerdo que para ir a Toledo a examinarnos, un año tuvimos que ir de la
siguiente forma: A las dos o tres de la tarde, cogimos un taxi hasta
Quintanar de la Orden. Allí cogimos el tren (cuando aún había tren en
Quintanar) que nos llevaría hasta Villacañas. En Villacañas cogíamos
otro tren que pasaba hacia no sé donde, pero que hacía escala en
Algodor, que era una estación de apeadero. Allí debíamos esperar unas
tres o cuatro horas hasta que el tren que pasaba hacia Toledo, nos
recogía y llegábamos a la ciudad imperial ya entrada la noche. Unos años
más tarde, ya no tuvimos que repetir la odisea. Comenzaron a funcionar
los coches o taxis “piratas”.Eran coches particulares que tenían
establecido un “negocio” relativamente legal ya que no había forma
humana de hacerlo más cómodo que ponerse de acuerdo entre varias
personas con el mismo destino y así completábamos el coche, que solía
ser de 8 o 9 plazas (alargaban el coche para meter transportines en los
asientos del medio) y que generalmente acababan transformándose en
verdaderos “coches de línea” privados. Normalmente, estos coches los
utilizábamos para ir a Toledo y a Madrid en época de exámenes (junio o
septiembre). Todo comenzaba con una llamada por teléfono o una visita a
la casa del taxista. Le comunicábamos al familiar más directo: la mujer o
el padre, etc del taxista nuestro deseo de ir a Toledo, Madrid, etc.
Entonces, nos apuntaban o nos tomaban en cuenta, pero no era seguro el
poder ir, pues si no se completaba el coche, el conductor no iba, ya que
el viaje le salía poco rentable. Con el tiempo, casi siempre iban
aunque fuesen con pocos clientes, pues eran conscientes de que eran el
único medio de viajar, además de que era la única forma de su
supervivencia como taxi de servicio al miguelete. También se llegaban a
poner de acuerdo varios “piratas” de los pueblos vecinos para suplirles
en el caso de exceso o falta de clientes; de forma que los de Quintanar o
El Toboso, hacían el servicio de Miguel Esteban o al revés. Nos
juntábamos siempre o casi siempre los estudiantes de Bachillerato que
estudiábamos en el pueblo con mi padre y con otros maestros, para luego
presentarnos por libre al examen final ordinario o extraordinario. Era
algo curioso: Se nos juntaban los nervios propios del examen con el
sueño, el madrugón y el humo de los cigarrillos que se fumaban dentro
del coche. No eran los alumnos quienes fumábamos, sino los padres de
algunos o bien otras personas mayores que coincidían con nosotros en el
coche. Salíamos temprano: a las 5 o a las 6 de la mañana. Yo siempre me
había preguntado por qué salíamos tan temprano, si se llegaba en poco
menos de dos horas, pero un día oí decir a uno de los taxistas piratas
que nos llevaban, que salíamos temprano porque así no nos paraban los
“motoristas” de la Guardia Civil, porque si no, “se les caía el pelo”.
Yo no entendía muy bien por qué, aunque con el tiempo me fui enterando
de que llevaban más plazas de las permitidas en el coche, o bien, lo
utilizaban como servicio público, haciendo la competencia a otros coches
de línea. Así, cuando algunas veces el conductor divisaba a la pareja
de motoristas, nos decía: “si nos paran, les decís, que somos todos
familia y que vamos a ver a un familiar que está enfermo” Y así se
repetía varios días. El viaje era incómodo casi siempre, pues íbamos
como sardinas en lata, además de respirar el humo de los que aún no
sabían lo que era respetar al vecino y no pedían ni permiso. Casi
siempre, hacíamos una parada intermedia en Aranjuez o en Mora de Toledo,
para tomar un café o ir al WC. Cuando nos adentrábamos en la ciudad de
destino, los que éramos más jóvenes nos divertíamos mirando aquello que
los mayores comentaban: “Mira esa. Parece que va al carnaval” o “mira
ese cómo va vestido” o “por allí va la de siempre...buscando algo” o
cosas por el estilo que a los estudiantes de pueblo nos llamaba la
atención por la forma de vestir, andar, fumar, reír o el aspecto que
ofrecían los viandantes y que, aunque se criticasen desde dentro del
coche como una forma de superar ese complejo de “paleto” que teníamos,
en el fondo, a cada uno de nosotros --jóvenes y mayores-- nos apetecía
ese modo de vida urbanita y sin complejos que veíamos cuando llegábamos a
la ciudad...
La higiene.-
Creo que mis recuerdos
no van más allá de los 5 años. La España de los años 50 estaba tan
empobrecida y atrasada, que la higiene personal era una de las cosas que
más se resentían. En las casas no teníamos agua corriente. Estoy
hablando de las casas de un pueblo de la Mancha de unos 4000 habitantes,
donde las escuelas nacionales (escuelas públicas) disponían de un
cuarto de baño donde se encontraban instalados todos los sanitarios de
un lavabo normal que se encontraba en la ciudad, pero el cuarto estaba
cerrado, puesto que al no tener agua corriente, lo único que se hizo
cuando se construyó fue dejarlo instalado pero sin tuberías de
conducción ni desagüe, puesto que no existían infraestructuras. Por lo
tanto, no se utilizaban y se encontraban como en un museo, al que los
muchachos nos asomábamos con curiosidad y asombro, trepando como
podíamos por las paredes hasta poder asomarnos por encima de éstas, ya
que estaban descubiertos, como se pueden ver actualmente en los
servicios públicos actuales de los colegios. Lo único de que disponíamos
era de un retrete maloliente donde se acumulaban a lo largo del curso
escolar unas inmensas pirámides de heces mezclados con orines que caían
por los tres orificios a un corral exterior, al que se podía acceder
para sacar los desechos anualmente. Ni que decir tiene que la limpieza
de los retretes se hacía de tarde en tarde y el olor a urea, amoníaco y
peores olores era asumido por nosotros como algo natural. En las casas,
recuerdo que la higiene personal, la limpieza del cuerpo era mínima,
puesto que el agua siempre estaba fría en invierno y lo único que
hacíamos era lavarnos la cara y siempre que no fuese de forma extensa,
sino a estilo gato. Así que los sábados por la noche, se calentaba agua
en una olla de porcelana o de barro al lado de la lumbre y mi madre nos
lavaba de las rodillas hasta los pies, con éstos metidos en una
palangana, con jabón “Lagarto”. La cabeza nos la lavaban cuando nos
picaba mucho con agua y jabón, aclarando después con vinagre. El resto
del cuerpo, se quedaba para cuando la bonanza del tiempo y las altas
temperaturas nos permitiesen darnos un baño en un tinajón de agua,
calentada al sol. El tinajón era un recipiente de madera, en forma de
artesa, que se utilizaba para lavar la ropa en las casas. Este tipo de
baños, que se solían hacer cuando ya había acabado el curso y se estaba
de vacaciones, era recibido con alegría por dos razones: porque se había
acabado el curso y era una señal de descanso y porque era relativamente
divertido meterse en agua como algo inusual. Otro tema era la
defecación. Nunca nos lavábamos con agua después de efectuarla. La única
cosa que nos servía eran las hojas viejas de los periódicos(en las
casas donde se leía algún diario) o nada más que una piedra cuando se
estaba en el campo. Las infecciones parasitarias intestinales eran muy
frecuentes y no se sabía exactamente qué se debía hacer para evitarlas.
Lo único que me acuerdo es que casi todos los niños las padecíamos y que
un método tradicional de eliminarlas eran las “peras” de hollín. Es
decir, eran unas pequeñas lavativas que utilizaban agua hervida en la
que se había disuelto hollín de una chimenea de la casa. Lo cierto, es
que al cabo de unas horas, las excreciones estaban totalmente plagadas
de lombrices muertas. No era nada de extrañar, pues después de jugar en
la tierra de las calles, que no estaban asfaltadas, sin lavarse apenas
comíamos en la mesa o nos hurgábamos en la nariz... Mudábamos de ropa
interior cada semana. Solía ser los sábados, después de habernos lavado
las piernas hasta las rodillas.Así estábamos preparados para ir a misa
mayor al día siguiente.
Los "mayos".-
”...Ya tienes los
mayos...puestos en la ventana...y al año que vienen, ...volverán los
mayos....” y se repetía el estribillo en aquellas noches primaverales de
principios del mes de Mayo en el pueblo. La charanga la interpretaba
una pequeña banda de músicos aficionados del pueblo, compuesta por un
saxo, un trombón, el bajo y el clarinete, además del bombo y los
platillos. Formaban una rondalla que iba de ventana en ventana o de
puerta en puerta, cantando los mayos a la gente que estaba en casa y que
los había solicitado con tiempo, previo pago de una cantidad
determinada o bien, que alguien (que podía ser el pretendiente de alguna
mozuela), habría solicitado a la banda para que se los cantasen en su
puerta, con la consiguiente sorpresa para la muchacha, que, alborozada,
se ponía de todos los colores si es que, aun sin saberlo ciertamente,
sospechaba de quién habría salido la demanda. El caso, es que la
mencionada rondalla, iba acompañada por chicos y menos chicos para
rondar a las casas y satisfacer no sólo la curiosidad, sino también el
estómago, que se veía agradecido por los dulces o frutos secos, vino
dulce o platos de mostillo o arroz con duz que les sacaban de la casa
rondada. Normalmente, se hacía esta serenata en el fin de semana que
coincidía con la fiesta del dos de mayo, para que los asistentes a tan
ajetreada marcha popular, tuviesen tiempo y holganza para rondar a la
gente sin prisas por trabajar a la mañana siguiente. La verdad es que,
no tuve muchas ocasiones de ver al vivo estos “mayos”, pues cuando era
un niño, yo no salía por las noches a rondar y cuando fui mayor, creo
que se fue perdiendo la costumbre y no lo he vuelto a ver, ya que por
estudios fuera del pueblo o por trabajo después de terminar la carrera,
lo cierto es que no fue una de las grandes fiestas que pude contemplar
en mi niñez. Hay anécdotas que contaba mi padre, que algunas veces, se
le encomendaba a la banda tocar los mayos a alguien que ni esperaba ni
le era propicio dicha serenata, a un compañero del trabajo, etc. De
forma sorpresiva, se levantaba de la cama y malhumorado, desde dentro,
se le oía decir: “¡¡Que no quiero mayos...que no quiero mayos...!!” Los
músicos, advertidos de la “faena” y conscientes de esa broma, hacían
oídos sordos a las exigencias del exasperado paisano, amigo de mi padre y
los músicos proseguían como si no se enterasen de nada. Cabe decir que
el tal personaje era el paradigma de la seriedad, la moderación y la
discreción personalizada. Y que debido a estas cualidades, la broma le
resultaba asombrosamente fastidiosa y capciosamente incomprensible.
El aguador.-
El
aguador era, en Miguel Esteban,una figura inolvidable. Miguel Esteban
es un pueblo de la estepa manchega: seco y con escasas corrientes
superficales de agua. Y los pocos ríos que circulan se secan en verano o
presentan un aspecto deplorable. Tradicionalmente, el miguelete obtenía
el agua de bebida de pozos que tenían una profundidad inferior a los 10
metros. El agua, debido a la petrografía del terreno, es sumamente
salobre. Es decir, caliza, de mala calidad, como corresponde a la mayor
parte de los terrenos de la meseta inferior. Las casas o la mayor parte
de las viviendas, disponían de un pozo del que se sacaba agua (en un
principio, para beber) y que con el tiempo, se fue dejando de lado y
utilizarlo para la bebida de las caballerías y para regar los cultivos.
Además del pozo, expuesto siempre a contaminación de bacterias, abonos o
excrementos, casi todas las casas disponían de un aljibe. El aljibe era
un depósito subterráneo vertical, recubierto de cemento, donde se
almacenaba agua "dulce", es decir, agua con menos sales disueltas que la
que suministraba el pozo. El agua "dulce" la traía el aguador de un
pozo de alguna zona que manaba el agua de mejor calidad. Esta mejor
calidad era relativa, ya que se extraía de pozos del mismo término, con
semejante estratigrafía de suelos. No obstante, teniendo en cuenta que
el agua era "mejor" y que se depositaba en el aljibe, aislado con
cemento del terreno propio, se conservaba para la bebida y se
consideraba como el agua por excelencia. El aguador era este personaje
singular que traía el agua a las casas. La traía de unos pozos de los
"Codríos" o de "La Sierra". La transportaba en una cuba de madera de
forma troncocónica, cargada sobre un carro. Se le encargaba y, de un día
para otro, se tenía el agua en casa. Con el tiempo, cuando llovía, se
recogía el agua de lluvia a través de unos canalones conduciéndola al
aljibe. El agua caía sobre un tamiz de paño que de una forma más o menos
grosera, filtraba el agua que discurría porlas tejas y los canalones.
Las primeras aguas se dejaban correr fuera para no recoger la suciedad.
Pero una vez que había pasado un rato y el agua caía más o menos limpia,
se hacía conducir mediante un giro del último tramo de los canalones al
brocal del aljibe donde se tenía dispuesto un arnero con un cedazo de
tela o franela para que el agua fuese más o menos sin impurezas. No cabe
duda de que este agua de lluvia era excelente para cocer las legumbres.
Pero la falta de uso del agua almacenada hacía crecer en los fondos
ovas o insectos propios de la suciedad arrastrada por las lluvias o por
las aguas del pozo del aguador.
La Feria.-
La feria era y es la
fiesta por antonomasia. Se celebra en la segunda semana de Septiembre. Y
se celebra en honor a la Virgen del Socorro, popularmente conocida como
“Socorrilla”. Oficialmente y desde siempre, la feria oficial se
disfrutaba entre los días 8 y 10 pero el día anterior, día 7 ya teníamos
los niños y mozalbetes de entonces la idea de que la feria ya estaba en
las puertas. Por una parte, se quemaba la pólvora como paso previo a
los 3 días de fiesta oficial. Por otra parte, comenzaban a instalarse
las casetas de tiro de pichón, la noria, los columpios y el tren de la
bruja (“trenillo”), el circo, las tómbolas, los puestos de chucherías,
de berenjenas de Almagro, y demás tenderetes que, aunque fuese una
espuerta con agua y unas gaseosas o refrescos dentro, daba la impresión
de ser algo distinto, algo que no se veía los demás días. Como si algo
mágico fuera a ocurrir, como si el destino lo fuera marcando, cada vez
que por la calle Real pasaba un camión con un cargamento de adornos,
tablamentos adornados y luces preinstaladas, salíamos detrás de ellos
los niños para comprobar si era algo esperado o indagar qué cosa nueva
venía a las ferias de nuestro pueblo. Y lo jaleábamos entre nosotros
como si aquello fuese algo que contribuiría a fomentar más nuestro
disfrute. Cabe decir que nueve días antes se celebraba el novenario de
la Virgen. Recuerdo de mis años de niñez que en esos días, las casas se
enjalbegaban, se pintaban de azulete y blanco, se limpiaban para ofrecer
un aspecto más pulcro. También acudíamos a alguna novena como parte de
la diversión que ya había comenzado en el pueblo. La última novena
coincidía con el día 7, el día de la “pólvora", en que se quemaba el
castillo de fuegos artificiales en los alrededores del Parque, en la
antiguas eras que hoy día está edificado detrás de lo que es la trasera
de la pista de baile municipal. Así quedaba inaugurada la Feria
oficialmente. De la pólvora recuerdo especialmente el “toro de fuego”,
que consistía en una simulación con una carcasa de cartón de un toro que
lo llevaba a sus hombros un personaje del pueblo algo especial. Digo lo
de especial, porque se le conocía por su prestancia a estos “juegos” de
peligro, riesgo y pánico para niños y mayores. Todo el mundo esperaba
al “toro” con miedo y prevención. De vez en cuando, para
contribuir a este pánico, algún graciosillo gritaba (durante la quema de
fuegos artificiales): “¡que sale el toro!”, “¡el torooooo!” Y la
muchedumbre miraba para todos los lados sin saber para dónde echar a
correr. A partir del día 8 y junto a los dos días posteriores, la Feria
discurría entre la monotonía y el aburrimiento. La mayoría del público
recorría la calle Real de arriba abajo desde la Iglesia hasta el Parque
municipal, que era la zona donde se concentraba el ferial. Se veía a la
gente que desde hacía mucho tiempo no vivía ya en el pueblo, porque
estaban en otras poblaciones trabajando y volvían a ver a las familias
con ocasión de la Feria. Aunque fuese de forma compulsiva, se saboreaban
polos de múltiples sabores, se comían berenjenas, se degustaban
cervezas y refrescos en las terrazas del Parque, se iba al cine de
verano o al circo con los más pequeños. Se subía al tren de la bruja, a
la noria, a los columpios o se disparaba a la diana o a las golosinas de
los “tiros de pichón”. Algunos “afortunados” portaban en la mano un
muñeco de peluche o una fiambrera de plástico que les había tocado en
alguna tómbola.... y así los tres días. Posteriormente, ya desde los
años 60, se ideó algo que permanece hasta la fecha, como era costumbre
en otros lugares: tener una reina de las fiestas, damas de honor e
incluso “misters” de honor. En el año 1968 se creó un nuevo evento con
la elección de la Reina de La Mancha, concurso de las bellezas entre las
reinas de las fiestas de diferentes localidades de los alrededores.
Incluso se llegó a elegir una reina china, paisana de un gran amigo del
que escribe esto: Shu Li Yann. Aquello fue una “bomba” en el pueblo,
porque en una época en que la inmigración era algo impensable, que
llegase al pueblo un autobús lleno de chinos era algo inverosímil. Eran
chinos de Taiwan. Todo era debido a la amistad de nuestra pandilla de
amigos con Fernando Shu, que era secretario de comunicación de la
embajada de Taiwan en Madrid. Hay que tener en cuenta que por aquellos
años no teníamos relaciones diplomáticas con los países comunistas como
la China continental. Más adelante, y a partir de esos años, las ferias
se han “alargado” artificialmente, celebrando la elección de la Reina de
La Mancha desde el sábado anterior a la feria migueleta. Las corridas
de toros, las exposiciones, conciertos culturales y demás actividades
llenaron los espacios feriales deshaciendo la monotonía y extrapolando
la feria a otras poblaciones adyacentes. La feria siempre ha significado
el merecido descanso al esfuerzo de los migueletes, la diversión, el
asueto y el relax después de los meses de verano tan agobiante en sus
días. Ya no es lo mismo que antes, evidentemente. Pero la tradición se
mantiene, alarga el descanso y, aunque las tareas del verano no sean tan
penosas como antes, otras actividades como el comercio, la construcción
y la vendimia, hacen de la Feria el período de descanso, esparcimiento y
encuentro familiar entre generaciones alejadas por motivos laborales,
sociales o circunstanciales.
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