Blog creado por Antonio Patiño y actualizado periódicamente con noticias de actualidad y con otros apartados interesantes de nuestro pueblo y sus costumbres

COSTUMBRES MIGUELETAS



Los carnavales





Los carnavales estaban prohibidos durante algunos años en la dictadura del general Franco. Pero desde cuando yo los recuerdo, ya se podían ver por la calle algunas personas disfrazadas, haciendo bromas y recitando algunos versos picantes. Recuerdo que algunos familiares lejanos míos, se cambiaban de ropa para aparentar distinto sexo y, de forma estrafalaria, poniéndose ropajes de los abuelos o abuelas, entonaban cancioncillas como improvisados juglares. Se formaban corros de gente por donde pasaban, hacían una “estación” y proclamaban a los cuatro vientos su charlatanería burda. Más adelante, siendo ya un adolescente, el carácter del carnaval cambió. Todo parecía ya algo oficial. Se nombraba una “capitana” que hacía ostentación de su gracia y su temple para hacer ondear la bandera española, alrededor de su cuerpo, blandiendo como un torero su arte y su buen hacer. Solía ser una mujer de buen ver, pero sobre todo, que tuviese dinero o prestigio entre la “gente bien” para congraciarse con las autoridades y poder invitar a dulces y “zurra” a todos los que se presentasen por su casa. Pero lo más importante de los carnavales era el baile de jotas y la “puja” que se hacía en la plaza para poder bailarlas. Lógicamente, la bailaba aquél o aquélla que más dinero disponía para pujar. Solía haber dos o tres grupos familiares que se llevaban siempre el gato al agua y bailaba casi todo el tiempo. Esto era una muestra de ostentación de la mujer, en edad de merecer, ante los hombres. Es decir, que si la fiesta de San Antón era una puesta en escena del hombre ante su pretendida, en los carnavales era lo contrario: una exposición del poderío económico de la mujer casadera ante su hipotético pretendiente. La costumbre era, y sigue siendo, que el dinero obtenido en las distintas pujas, iba a parar a la banda municipal que interpretaba repetidamente las jotas con ligeras variaciones. Además, tras la finalización de cada jornada (en total eran tres días), las autoridades, los músicos y los familiares, se reunían en casa de la capitana, donde se invitaba generosamente a los asistentes a “zurra” (vino y gaseosa) y a dulces caseros (mantecados, pastas, mostillo, etc.) Como se ve en lo anteriormente expuesto, nada tenía que ver con el carnaval clásico de máscaras, disfraces de lujo ni carrozas engalanadas, típicas de otros lugares del mundo.

San Antón.-
Ya no es como era antes. Ahora, San Antón se preocupa de bendecir a gatos, perros y demás animales de compañía. Antes, San Antón era algo así como el santo que acompañaba a los animales que servían al labrador para poder comer. Se tenían mulas y burros. También se tenían perros en casa, pero éstos no eran como compañía, sino como un instrumento de guarda de la casa, al que se alimentaba con los restos de la comida de los amos. Ni se les vacunaba , ni se les ponían chips (aunque los hubiera). Cuando un perro estaba enfermo o no servía al fin por el que se tenía, el dueño lo mataba sin contemplaciones. Tampoco se les hacía una perrera ni se les protegía. El perro se cuidaba por sí mismo, guareciéndose donde se encontraba mejor: a la sombra en verano; al calor de la lumbre en invierno o deambulando por las calles en los equinocios anuales. Si se celebraba San Antón, era porque existían las mulas y los burros, que eran tan importantes para la economía de una casa agrícola en aquellos tiempos. Si se moría un animal de esos, era una desgracia familiar a la que habían de hacer frente como si fuese la muerte del propio amo. Y casi había que dar el pésame a las familias. O al menos, preguntar por el suceso acaecido. Por eso, el día 17 de Enero era una fiesta grande. Y como era grande, también lo era el interés de los labradores en enjaezar, con los mejores aparejos, cinchas, cabezadas, orejeras, arreos en general a las mulas que poseían. Les ponían campanillas por todas partes. Les hacían un moño en la cola poniendo espejuelos que reflejaban todo tipo de luces. Les peinaban y ponían las mejores mantas para montar y los más relucientes tiros a estos animales de labor. Lo solían hacer los mozalbetes. Los que, de alguna manera, querían impresionar a la que sería luego su novia o pretendían que fuera. Además, una vez bendecidos los animales en la glorieta de la iglesia, emprendían a lo largo de la calle Real, una carrera en competición con el viento. No salían a ver quién ganaba ni quién era más veloz. Era una apuesta consigo mismo, ya que trataban de hacer era mostrar a la gente y en especial a su novia, lo bien pertrechadas que tenía a las caballerías y cómo era capaz de correr durante unos minutos, cabalgando aquellas mulas, que para lo único que estaban preparadas era para tirar del carro o del arado. En cualquier caso, los amigos o el público en general, solía ir a la casa del que más llamaba la atención en la puesta en escena de la fiesta, tras la carrera, a darle todos los parabienes y exaltar la belleza de las caballerías y, de paso, ser invitados por la familia a mantecados y “ zurra” o mistela, como era costumbre. Siempre solía haber algún accidentado: O bien de los jinetes o bien de los espectadores. Alguna mula que no respondía a los requerimientos de su dueño, o se le desbocaba al verse entre tanta muchedumbre, o algún accidente al intentar cruzarse a la otra acera en el momento más inoportuno, o que fuese la caballería que se arrimase más de la cuenta al sufrido espectador. Yo recuerdo que, en la cámara de mi casa, había unos arreos y unas cabezadas (quizá sólo eran los tiros. No sé) casi nuevas y relucientes, herencia de mis abuelos. Y como en mi casa no vivíamos de la agricultura ni teníamos caballerías, algunos tíos o primos nos las pedían para poder vestir por todo lo alto a sus propios animales. No sé qué fue de aquellos arreos. O bien duermen en algún rincón olvidado de la cámara o al final, se los regalamos a algún familiar. O quizás, quedaron para amarrar alguna maleta voluminosa.... 
 La fiesta del 18 de Julio.-

Años 50. Aún permanece en las mentes de muchos de nuestros mayores, la recién acabada contienda civil. Digo en los mayores, porque los chavales de seis a diez años no teníamos ni la más mínima idea de lo que había supuesto en la sociedad española. Yo y otros como yo, veíamos el montaje y la parafernalia externa, pero no llegábamos a comprender el significado de aquella festividad. Por supuesto, la jornada daba comienzo con la misa, a la que era inevitable asistir, so pena de ser mirado con malos ojos por las fuerzas vivas del pueblo. Como era costumbre, en el momento de la Consagración, se interpretaba el himno nacional por la banda municipal. Ya, a la salida de misa, en la explanada de la glorieta de la iglesia, y ante el monumento a los “Caídos por Dios y por España”, en perfecto estado de revista, formaban los falangistas. Tocados de pantalón corto, camisa azul, boina roja y brazalete negro, entonaban el “Cara al Sol”, tras las órdenes dadas por el Jefe Local del Movimiento y los “delfines” de color azul. Indefectiblemente, los allí asistentes acompañaban los acordes levantando el brazo perfectamente estirado. La gente mayor que no era afecta al régimen, consciente de que era observada, levantaba su brazo y nos lo hacía levantar a nosotros (los hijos pequeños), diciéndonos que estirásemos bien la mano. Aun siendo unos niños, se dejaba sentir un olor a obligación, a miedo, a represión... sin saber por qué. Ya por la tarde, tras la obligada siesta, se salía a pasear entre los setos del Parque Municipal. Los días previos, el Ayuntamiento se había preocupado de esparcir arena nueva por los paseos (pues no estaban embaldosados como ahora). Se regaba profusamente y daba sensación de frescor bajo las copas de las acacias que servían de sombrilla ante el sol abrasador de La Mancha. Cuando el sol declinaba y comenzaba a perfilar la noche, en los alrededores del kiosco, que había en el paseo central, se arremolinaba la gente mayor, los que disfrutaban de la fiesta y los que querían distinguirse de los demás. Hay que decir, que dicho kiosco, que fue sustituido por una fuente en los años 70, era un chiringuito octogonal (o exagonal; ya no me acuerdo bien), que albergaba un bar y en su terraza superior tocaba la banda municipal en los días especiales de fiesta o domingos de verano. La terraza inferior, es decir, en los alrededores del kiosco, se colocaban mesas y sillas plegables de madera y el público se solazaba con jarras de refresco de limón, fresa o zarza, según el gusto, acompañado de aceitunas, patatas, berberechos, anchoas, boquerones o mejillones. El ambiente era muy característico, pues mientras la banda interpretaba pasacalles o pasodobles, las “gentes de bien” y falangistas vestidos a la típica usanza, se repanchigaban en sus sillas haciendo ostentación de sus uniformes. Todo mezclado con el olor salado de los aperitivos, encurtidos y el sabor dulzón de los refrescos, complementado con el denso olor de las flores de las acacias, caídas sobre la arena húmeda del paseo, el murmullo de las gentes y de los perfumes agobiantes domingueros, que lucían camisa blanca de cuello duro y pantalón negro, vestigios de alguna boda familiar. 
 Las bodas.-

Eran casi como las ferias, pero en semi –privado. La fiesta se preparaba de antemano y las familias enteras se ponían de acuerdo para preparar las viandas que formarían parte del banquete nupcial. Era todo un rito. Desde semanas atrás, se preparaban los postres y los dulces: “arroz con duz”, el mostillo, los tirabuzones... Pero a medida que se acercaban las vísperas, la fiebre nupcial subía y se aceleraban los preparativos: Se mataban gallinas, gallos, conejos...Se recolectaban o compraban huevos... y se hacían los regalos (presentes) a los familiares y amigos que sabían que no iban a asistir al banquete. Normalmente se les llevaba un plato de arroz con duz (arroz cocido con agua, limón, azúcar y canela) y, la gente más refinada y pudiente, llevaba una cajita de almendras peladillas en lugar del arroz con duz. Bien, pues llegado el día de la boda, todo el pueblo estaba al tanto, ya que las noticias se sabían con mucha antelación. Solía ser el evento a las 12 del mediodía. Las campanas repicaban sin parar. Los invitados se apresuran, por grupos de familia o amigos, a llegar a la iglesia,a tiempo de la ceremonia. Mientras, el resto de la gente se acicala ligeramente para ver pasar a la novia y al novio. La una, de blanco (¡cómo no!). El otro de negro y camisa blanca de cuello almidonado. La calle por donde discurre la comitiva se convierte en un embudo multitudinario. La parte ancha, la forma la zona por donde están los novios; y la más estrecha, casi cerrada, se encontraba a unos 50 metros en la dirección en que caminaban los celebrantes. Como las faenas preparatorias de los familiares más allegados habían durado hasta la víspera de la boda, ese mismo día desayunaban un buen chocolate con soletillas, aunque fuese un día de verano; pues era más fuerte la tentación golosa que el sudor que les pudiese producir. Terminada la ceremonia, al salir de la iglesia, se lanzaban a los novios (para que lo recogieran los chiquillos) calderilla, caramelos y peladillas, lo que hacía más engorroso el caminar de los flamantes esposos. El banquete se hacía en un salón de bodas, que no era sino un antiguo casino ubicado en un caserón, que se utilizaba a tal efecto. No existía como ahora, ni aire acondicionado, ni siquiera unos ventiladores que mitigasen el calor de verano. Casi todo el mundo bien trajeado, en un salón escasa ventilación y el perfume abigarrado de los invitados, se mezclaba con el calor producido por el primer plato, que siempre consistía en una sopa de picadillo, compuesta por el caldo de cocer las gallinas, fideos, los higaditos y huevos picados y algún que otro trozo de gallina. Todos sudábamos con gruesas gotas. Todos nos limpiábamos el sudor con los pañuelos blancos que se colocaban de adorno en los bolsillos superiores de las chaquetas. La gente empieza a desabrocharse las camisas, aflojar el nudo de la corbata o a desprenderse de la americana. Ni que decir tiene, que los platos se podían repetir casi indefinidamente, porque lo que les preocupaba a los familiares de los novios es que los invitados no se quedasen con hambre y que la comida fuese abundante. El segundo plato lo componía una mezcla de albóndigas de cerdo con trozos de gallina guisados. En verdad que todo era tan natural, que se podría hacer ostentación de que todo era de corral (como antes siempre lo era) y sin manipulación por terceros que no fuesen familiares. Así que todo se quedaba en casa. Nunca oí nada de intoxicaciones. Como no había exquisiteces crudas o semicurados, no había posibilidad de ello. Ya a media tarde, terminado el banquete, el padrino repartía los puros entre los hombres y la madrina, repartía su simpatía entre las mujeres, preguntando si les había gustado la comida. De forma prevista, en ordenada fila, los invitados entregaban a los novios, una cantidad de dinero que se echaba en una bandeja, a la vista de toda la gente, y se les deseaba todo un mundo de parabienes. Se desalojaba el salón. Los familiares recogían las mesas que habían servido y se barría el suelo de cemento, para dejarlo listo para el baile. A partir de las cinco de la tarde, comenzaba el baile, danzando al son que tocaba un grupo musical compuesto por varios músicos pertenecientes a la banda municipal. En mis tiempos de niño, ni sabía bailar ni observaba cómo se bailaba; pero en los bancos que habían servido como asiento de los comensales, se agrupaban ahora, puestos en el contorno del salón, todas las comadres que cuchicheaban sobre los supuestos pretendientes de alguna mozuela más o menos conocida. También intentaban lucirse aquellas parejas que, tradicionalmente, eran reconocidos como buenos bailarines. Pero la mayoría de los invitados, movían sus huesos de forma acompasada, pero burda, con la novia o esposa, para que no diera qué decir entre los ojos ávidos de novedades. El baile expiraba por cansancio, sobre las once de la noche, tras agotarse, con el baile de las jotas manchegas, que frecuentemente pedían a los músicos. Había terminado un día de fiesta que, para la mayoría de los asistentes, suponía un eslabón de la, vida, tan natural como cuando se asiste a un entierro.
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Los exámenes.-

En Miguel Esteban no existía Instituto de Enseñanzas Medias hasta los años 80. Los estudiantes nos íbamos a examinar por enseñanza libre a los diferentes institutos de Madrid o de Toledo. Los que tenían capital suficiente, llevaban a sus hijos internos a otros centros privados de Tarancón, ciudad conquense, relativamente cercana. Cuando llegaba la época de exámenes, de forma indefectible, nos juntábamos los alumnos que cursábamos un nivel y nos íbamos a Toledo (anteriormente a Madrid), con uno de los coches piratas que había en el pueblo y nos ubicábamos en una pensión relativamente barata y céntrica. La verdad es que lo pasábamos mal, porque nos jugábamos todo el curso en un examen de un día.La noche anterior tomábamos agua de azahar para poder conciliar el sueño. Casi siempre hacíamos una parada intermedia en Mora de Toledo, a descansar y a desayunar unos chocolates con churros que por la hora y por las escasas veces que se comían , nos hacían subir la moral.Los nervios en el viaje y la falta de costumbre de viajar nos suponía un suplicio y casi terminaba en mareos y vómitos de nervios y de ansiedad. Una vez en la pensión, nos tranquilizábamos con los consejos dados por nuestros maestros y nos disponíamos a dar la batalla para demostrarnos a nosotros mismos que éramos capaces de sacar todas las asignaturas en el año escolar. El hecho de pasar de una zona rural a una urbana, también hacía parecernos todo algo mágico, pues cualquier cosa nos llamaba la atención: los mazapanes en los escaparates, las tiendas, los turistas extranjeros... 
 El Frente de Juventudes.-
Cuando era niño, el Frente de Juventudes era, para nosotros, un lugar donde se podía jugar, pintar, dibujar y divertirse casi con toda libertad sin que nadie te dijese nada.Le podrías decir a tus padres: Me voy al frente de juventudes y se quedaban tan tranquilos. Sería como decir ahora: Me voy al cine a ver la última de la Guerra de las Galaxias. Es decir, formaba parte de la monotonía de la vida cotidiana y nadie decía nada ni se escandalizaba. Y si se escandalizaba, lo haría en su interior, porque al exterior no podía sacar nada que estuviese en discordia.El hecho es que allí se juntaba gran parte de los adolescentes para pasar el rato antes de irse a cenar a casa. Siempre se observaba cómo de vez en cuando pasaba un hombre mayor o un joven mayor que nosotros, vestido de azul y nos miraba sonriente y supongo que pensaba: " Esto es lo que España necesita". Lo que no podía suponer es que, años más tarde, la juventud que nos encerrábamos allí teníamos otros pensamientos que no tenían que ver nada con las ideas que pretendían inyectarnos. Se cantaba, se pintaba, se jugaba al ajedrez, a las damas, al parchís. Supongo que material tendrían sobradamente para que las actividades enganchasen a los jóvenes que en aquella España nacimos sin saber dónde nos metíamos. 
 Los baños de Villafranca.-
 Villafranca de los Caballeros es un pueblo de la Mancha toledana. Situado en una zona lacustre cárstica, tenía fama en mis tiempos de niño, de ser el lugar de los baños de los pueblos vecinos. Como es lógico, ni en la posguerra ni en muchos años después había otros lugares para refrescarse en estas zonas de la Meseta: O la alberca de las huertas o los baños de Villafranca. Las albercas, o lo que allí denominan “balsas”, eran pequeños estanques artificiales utilizados como depósitos de agua para regar las huertas. El problema de bañarse en una alberca era que el labrador correspondiente no la podía utilizar como actividad lúdica ya que no era bien visto, porque trabajar y divertirse no era compatible para la gente de aquellos tiempos. Así que, cuando se terminaban las faenas del verano( siega, trilla y almacenaje de cereales), los labradores ( y otros que no lo eran) se ponían de acuerdo, casi al unísono, para darse unos días de asueto en las lagunas de Villafranca. Eran unas lagunas formadas en un hundimiento tectónico, y por afloramiento cárstico de agua, donde se sedimentaban lodos de todo tipo. Las arcillas y los limos allí acumulados tenían (decían) propiedades curativas. El caso es que, o bien por la propia salud o bien por quitarse los sudores acumulados del verano y de los trabajos diarios, los labradores migueletes acudían a los citados baños. Pero no lo hacían todos. A fin de cuentas, aquello suponía un lujo que no estaba al alcance de cualquiera.. Los más pudientes iban hasta Alcázar con la “viajera” y, desde allí, se trasladaban a Villafranca. Pero lo más normal es que la familia entera tomase el carro y la mula, cargaban todo lo transportable que le sirviese para estar unos días fuera de casa, ahorrándose todo lo posible. Se cargaba en el carro desde un colchón hasta las patatas y el aceite para hacerse un “caldillo”, pasando por las sillas, mantas e incluso alguna cabra para tener leche diaria. Asimismo, llevaban la cebada y la paja, como pienso para la mula. Lo único que tendrían que pagar cuando llegasen allí, era el alquiler de una habitación (“cuarto”) que era algo así como un trozo de tierra entre cuatro paredes para poder dormir a cubierto. Como es de suponer, una zona húmeda en medio de La Mancha es proclive a los mosquitos. Así pues, a la hora de dormir, o se tapaban con la manta y sudaban la gota gorda o te sableaban los mosquitos. En cualquier caso, era un suplicio que había que asumir contentos de haber ido a los baños. Las comidas en aquel paraje eran preparadas por los propios visitantes. Para ello, se habían llevado algún conejo o gallina, con los que tenían suficiente para algunos días. Los desechos de las comidas y del sacrificio de los animales, quedaban esparcidos por los alrededores de la laguna, lo cual contribuía a dar un ambiente propenso a los insectos y roedores. Al cabo de cinco o seis días, regresaban como habían ido: con el carro y la mula, con algo menos de peso, pero lleno de ilusiones, de piel curada por el cieno o reumas remediados por las aguas salitrosas. El farolillo que llevaba el carro, solamente se colocaba para que fuesen vistos por otros vehículos, pero no para alumbrar el camino, ya que era como un candil o una lamparilla en las procesiones, protegidas del viento por los cristales. Cuando la economía familiar lo permitía, se traía algún objeto para ellos o los familiares: un botijo o una hucha de barro cocido, que aunque de poco valor, satisfacía con holgura a quien lo recibía. Aún conservo fotos de una marcha y de la estancia en Villafranca que hicimos unos cuantos amigos.Salimos por la noche, a eso de las 23:30. Había una luna llena extraordinaria y nos iluminaba el camino perfectamente. Con buena marcha y casi sin parar, cubrimos los aproximadamente 14 kilómetros de carretera que une Miguel Esteban con Villafranca, pasando por Alcázar, en 7 horas. A las 6 de la mañana, cuando el sol dejaba asomar sus primeros rayos, nos encontrábamos en un altozano desde donde se divisaba el pueblo. Descansamos. Nos sentamos y descargamos nuestros hombros del peso de las mochilas. Cuando nos quisimos levantar para emprender la marcha de nuevo, no podíamos con nuestro cuerpo. Todo eran agujetas y dolores. Antes de que el enfriamiento muscular fuese a más, y no sin gran esfuerzo, emprendimos de nuevo el camino para llegar a las lagunas en pocos minutos. Una vez allí, nos instalamos en un “cuarto” donde únicamente había tres somieres de muelles. Suficiente para descansar nuestros cuerpos. Tras el primer baño y una comida en plan conservas de sardinas y salchichón, nos dormimos la siesta a pesar del calor y de los mosquitos. Pasamos allí tres o cuatro días. De cuando en cuando nos paseábamos por las calles del pueblo, ataviados con nuestros atuendos de factura hippie. Nos sentábamos a la sombra en las aceras y tocábamos la flauta o la armónica. Las gentes se nos quedaban mirando y no faltó algún incidente verbal, aunque también surgieron ligues espontáneos con un grupo de muchachas que trabajaban en el envasado de ajos. A la vuelta, quemados por el sol y cansados, no nos atrevimos a seguir por el mismo camino. Nos decidimos por tomar el autobús que enlazaba con Alcázar de San Juan y, desde allí, al pueblo con la “viajera”.Ahora lo recuerdo con nostalgia. La verdad es que fue una aventura agradable, acorde con nuestros tiempos y sin otro afán que pasar unos días agradables, a nuestro aire y sin hacer mal a nadie.
 La "Viajera".-
 Así llamábamos a ese viejo cacharro que hacía los viajes desde Villamayor de Santiago a Alcázar de San Juan. Pasaba por Miguel Esteban. Paraba en la Plaza, en la puerta del Ayuntamiento. Salía por la mañana a eso de las 9 y regresaba parando en el mismo lugar a las 2 de la tarde. Esta época de la que hablo era cuando yo era un niño aún. Es decir, tendría entre los 6 y los 12 años quizás. Dicho de otro modo: por los años 1950-1960. La verdad es que casi no recuerdo cómo venía de Villamayor de Santiago, porque no me levantaba a esas horas para ir a ver la viajera, pero sí recuerdo el ir alguna vez regresar de Alcázar, a las dos de la tarde, porque tenía que esperar a alguien o porque debería hablar con el cartero que recogía la correspondencia que traía el coche de línea y quería saber si había venido alguna carta que debería de ser importante. Posiblemente alguna que otra vez fui por la curiosidad de ir a ver quién venía en la viajera, con otros amigos. Siempre se veían gentes vestidas con sus trajes nuevos de pana los hombres, con la camisa blanca de cuello almidonado o a las mujeres con sus faldas nuevas de terciopelo negro o marrón o camisas de penitencia de colores morados, con peinados recién hechos y empapados de zaragatona que les daba un aire de “fallera mayor” manchega. Siempre observábamos cómo traían objetos, bolsas o ropas nuevos que habían adquirido en la vecina Alcázar. Otros no traían nada porque sólo venían de la fundación médica que era como un hospitalillo que había fundado un célebre médico de aquella ciudad y al que los pueblos de alrededor acudían como esperanza milagrosa para curarse sus males, pues entonces no había el sistema sanitario público que hoy conocemos. Al que siempre se le veía al pie de la viajera era al encargado de subir las maletas.Era un mozo del pueblo, con una voz característica, entre bronca y afónica, que hacía de cobrador,ayudante y mozo de las maletas en la Viajera. Iba y venía de Miguel Esteban a Alcázar y viceversa. Subía y bajaba las maletas de la baca del autobús, desplegando una escalerilla adosada a la parte trasera del vehículo. Una vez arriba, soltaba las maletas y equipajes lanzándolos a alguien que los recogía desde abajo o bien los recogía cuando alguien se los lanzaba desde tierra. Con la proletarización del “600” y la aparición de varios vehículos utilitarios en el pueblo, unido a que comenzaron a existir los chóferes piratas que realizaban los viajes hasta Madrid, la viajera fue teniendo cada vez menos importancia como medio de locomoción, llegando a desaparecer cuando con la venida de la democracia en los años 70, comienzan a establecerse otras líneas regulares a Madrid, Alcázar y Quintanar. Ignoro cuándo tuvo lugar la desaparición total de la “Viajera”, pero posiblemente acaeciese a finales de los 70 o principios de los 80.



El jueves lardero.-

 Era para los chicos, algo así como las ferias para los mayores. Se celebraba el día siguiente al miércoles de Ceniza. Por lógica, próximo a Semana Santa, era primavera y el campo se vestía de colores, con tiempo soleado normalmente y con ganas de disfrutar de un día de campo, pues aunque estábamos en el pueblo y parecíamos pueblerinos, no éramos agricultores. Asistíamos a la escuela primaria y las salidas al campo nos proporcionaban un algo de libertad, aventura, y camaradería que deseábamos todos. Yo creo, que la preparación del jueves lardero era más interesante que el propio desarrollo del día. Suponía estar gran parte del día fuera de casa y de la escuela. Normalmente, lo ideal era salir antes de comer, para que la comidas fuesen dos fuera de la casa: comida y merienda. Cuando las cosas en casa no se veían bien, lo corriente era salir después de comer, para poder hacer la merienda en el campo. De forma, que el hatillo resultaba más exiguo y el tiempo de aventura, menor. Pero cuando se acercaba el día, cada uno de nosotros nos contábamos lo que íbamos a llevar de merienda y dónde se iba a ir. Porque cada grupo de amigos, se marchaba a un lugar diferente. Nosotros solíamos ir cerca de la ermita de San Isidro, por la carretera de El Toboso. Otros, iban a las huertas de algún familiar y otros se marchaban a lo que denominábamos “ontanillas”, que eran una serie de vaguadas a lo largo de la carretera de Quintanar de la Orden, donde había varios puentes. La primera ontanilla era la del puente grande. Allí llegban muchos porque estaba cerca del pueblo. La segunda ontanilla era la que alcanzaban los mayores, porque se consideraba que podían ir más lejos. Los más atrevidos, llegaban hasta la tercera ontanilla, que tenía tres ojos casi ciegos popr las hierbas y se alejaba unos 6 Km del pueblo. Solo era objetivo de los mayores con no muy buenas intenciones, pues llevaban cerillas para hacer fuego bajo el puente y alguna barbaridad de las de entonces. Claro, hay que considerar que el tráfico rodado por esas carreteras era tan escaso que se contabilizaban los coches con los dedos de una mano en todo el tiempo. Íbamos en grupo cantando cualquier canción que supusiese un cojunto de voces, quizás enseñadas por el Frente de Juventudes, sin saber lo que cantábamos. Llegábamos al lugar elegido, comíamos la merienda, se contaban algunos chistes o algún chascarrillo y si no se le ocurría a nadie alguna pifia, volvíamos por donde habíamos venido. Pero siempre, tras la merienda, hacíamos tiempo para decir que habíamos estado en el “jueves lardero”. La canción que se solía cantar era la de siempre: “Venimos de lardeaaaaaaarr...de la huerta de mi abueloooooo...Nos hemos comido el paaaaan , los chorizoooooos y los huevoooos....” Los atrevidos, al final, nos contaban las fechorías que habían hecho, para que tomásemos ejemplo de sus andanzas y que nos pareciese que eran mayores.... Creo que eso ya no existe. Y no existe porque las meriendas se hacen en las pizzerías o las hamburgueserías; porque los pueblos dejan de considerar que el campo es bueno. Porque los amigos se reúnen más veces en las casas y no necesitan tener un día especial para merendar juntos. Y porque al final...andar les supone mucho trabajo y prefieren ir en coche al Mc Donalds del pueblo de al lado para beber Coca Cola y tomar comida basura americana....Un desastre.


 Las cuadras.-

 Allá por los años 50, cuando aún no llegaba a los diez años, no teníamos otro lugar a dónde ir para divertirnos. No existían ni los televisores, ni las videoconsolas, ni los ordenadores, ni siquiera las discotecas. Pero teníamos un lugar  donde podíamos retozar (nunca mejor dicho), en compañía de las mulas. Eran las cuadras. En los inviernos fríos, lluviosos o de niebla, la cuadra ofrecía un lugar recoleto, caliente y donde se permitía casi de todo. Siempre había algún amigo, cuyos padres eran labradores y poseían una cuadra para los animales de tiro. Solía estar al final de la portada o el corral. Tenían dos apartados principales: la zona de los animales y la zona humana. Pero entre una y otra no existía más que una leve separación de un repecho de ladrillo y yeso hasta 1 metro de altura. Pero el ambiente a establo, pienso, excrementos, humedad y el calor del vapor de la respiración animal, se mezclaba con el polvo que levantábamos los chiquillos cuando jugábamos con los cojines, el jergón de paja o el propio pajar que estaba en un habitáculo contiguo. Una luz tenue y amarillenta, procedente de una bombilla casi ensombrecida por la densa huella dejada por infinitas moscas, era la única fuente luminosa de la que disponíamos en nuestras tardes de invierno. Así que, mientras las personas adultas se pasaban la tarde jugando al “tute”, mientras comían unas pipas,garbanzos tostados o cacahuetes salados, la chiquillería pasaba el tiempo envuelta en una atmósfera que, más parecía un pesebre que un lugar de juego infantil. Así se pasaban los días de “temporal”, en los que los labradores no podían salir a trabajar y se dedicaban a hacer tomiza o algún envase de esparto. Si por casualidad amanecía soleado, la gente salía a la calle y con el esparto bajo la axila, entretejía sus fibras hasta llegar a formar pleita que, mediante cosido con el mismo esparto, se manufacturaba alguna espuerta o sera que utilizarían después en las faenas de la vendimia.


 Los coches "piratas".-
 En aquellos años que oscilaban entre 1958 y 1968, en Miguel Esteban aún no había más coche de línea que “La Viajera”, que hacía el trayecto desde Villamayor de Santiago a Alcázar de San Juan y viceversa. Nosotros, los migueletes, la utilizábamos para hacer el viaje de ida y vuelta a Alcázar. De forma, que cuando se debía ir a otros lugares diferentes, teníamos que apañarnos con diversas combinaciones de taxis, o coches particulares para ir directamente o para tomar otros medios de transporte que nos llevase al lugar de destino. Antes de comenzar a vivir como taxis “piratas”, realizaban un servicio privado que debíamos pagar como verdaderos hombres de negocios en coches alquilados con conductor. Recuerdo que para ir a Toledo a examinarnos, un año tuvimos que ir de la siguiente forma: A las dos o tres de la tarde, cogimos un taxi hasta Quintanar de la Orden. Allí cogimos el tren (cuando aún había tren en Quintanar) que nos llevaría hasta Villacañas. En Villacañas cogíamos otro tren que pasaba hacia no sé donde, pero que hacía escala en Algodor, que era una estación de apeadero. Allí debíamos esperar unas tres o cuatro horas hasta que el tren que pasaba hacia Toledo, nos recogía y llegábamos a la ciudad imperial ya entrada la noche. Unos años más tarde, ya no tuvimos que repetir la odisea. Comenzaron a funcionar los coches o taxis “piratas”.Eran coches particulares que tenían establecido un “negocio” relativamente legal ya que no había forma humana de hacerlo más cómodo que ponerse de acuerdo entre varias personas con el mismo destino y así completábamos el coche, que solía ser de 8 o 9 plazas (alargaban el coche para meter transportines en los asientos del medio) y que generalmente acababan transformándose en verdaderos “coches de línea” privados. Normalmente, estos coches los utilizábamos para ir a Toledo y a Madrid en época de exámenes (junio o septiembre). Todo comenzaba con una llamada por teléfono o una visita a la casa del taxista. Le comunicábamos al familiar más directo: la mujer o el padre, etc del taxista nuestro deseo de ir a Toledo, Madrid, etc. Entonces, nos apuntaban o nos tomaban en cuenta, pero no era seguro el poder ir, pues si no se completaba el coche, el conductor no iba, ya que el viaje le salía poco rentable. Con el tiempo, casi siempre iban aunque fuesen con pocos clientes, pues eran conscientes de que eran el único medio de viajar, además de que era la única forma de su supervivencia como taxi de servicio al miguelete. También se llegaban a poner de acuerdo varios “piratas” de los pueblos vecinos para suplirles en el caso de exceso o falta de clientes; de forma que los de Quintanar o El Toboso, hacían el servicio de Miguel Esteban o al revés. Nos juntábamos siempre o casi siempre los estudiantes de Bachillerato que estudiábamos en el pueblo con mi padre y con otros maestros, para luego presentarnos por libre al examen final ordinario o extraordinario. Era algo curioso: Se nos juntaban los nervios propios del examen con el sueño, el madrugón y el humo de los cigarrillos que se fumaban dentro del coche. No eran los alumnos quienes fumábamos, sino los padres de algunos o bien otras personas mayores que coincidían con nosotros en el coche. Salíamos temprano: a las 5 o a las 6 de la mañana. Yo siempre me había preguntado por qué salíamos tan temprano, si se llegaba en poco menos de dos horas, pero un día oí decir a uno de los taxistas piratas que nos llevaban, que salíamos temprano porque así no nos paraban los “motoristas” de la Guardia Civil, porque si no, “se les caía el pelo”. Yo no entendía muy bien por qué, aunque con el tiempo me fui enterando de que llevaban más plazas de las permitidas en el coche, o bien, lo utilizaban como servicio público, haciendo la competencia a otros coches de línea. Así, cuando algunas veces el conductor divisaba a la pareja de motoristas, nos decía: “si nos paran, les decís, que somos todos familia y que vamos a ver a un familiar que está enfermo” Y así se repetía varios días. El viaje era incómodo casi siempre, pues íbamos como sardinas en lata, además de respirar el humo de los que aún no sabían lo que era respetar al vecino y no pedían ni permiso. Casi siempre, hacíamos una parada intermedia en Aranjuez o en Mora de Toledo, para tomar un café o ir al WC. Cuando nos adentrábamos en la ciudad de destino, los que éramos más jóvenes nos divertíamos mirando aquello que los mayores comentaban: “Mira esa. Parece que va al carnaval” o “mira ese cómo va vestido” o “por allí va la de siempre...buscando algo” o cosas por el estilo que a los estudiantes de pueblo nos llamaba la atención por la forma de vestir, andar, fumar, reír o el aspecto que ofrecían los viandantes y que, aunque se criticasen desde dentro del coche como una forma de superar ese complejo de “paleto” que teníamos, en el fondo, a cada uno de nosotros --jóvenes y mayores-- nos apetecía ese modo de vida urbanita y sin complejos que veíamos cuando llegábamos a la ciudad...


 La higiene.-

 Creo que mis recuerdos no van más allá de los 5 años. La España de los años 50 estaba tan empobrecida y atrasada, que la higiene personal era una de las cosas que más se resentían. En las casas no teníamos agua corriente. Estoy hablando de las casas de un pueblo de la Mancha de unos 4000 habitantes, donde las escuelas nacionales (escuelas públicas) disponían de un cuarto de baño donde se encontraban instalados todos los sanitarios de un lavabo normal que se encontraba en la ciudad, pero el cuarto estaba cerrado, puesto que al no tener agua corriente, lo único que se hizo cuando se construyó fue dejarlo instalado pero sin tuberías de conducción ni desagüe, puesto que no existían infraestructuras. Por lo tanto, no se utilizaban y se encontraban como en un museo, al que los muchachos nos asomábamos con curiosidad y asombro, trepando como podíamos por las paredes hasta poder asomarnos por encima de éstas, ya que estaban descubiertos, como se pueden ver actualmente en los servicios públicos actuales de los colegios. Lo único de que disponíamos era de un retrete maloliente donde se acumulaban a lo largo del curso escolar unas inmensas pirámides de heces mezclados con orines que caían por los tres orificios a un corral exterior, al que se podía acceder para sacar los desechos anualmente. Ni que decir tiene que la limpieza de los retretes se hacía de tarde en tarde y el olor a urea, amoníaco y peores olores era asumido por nosotros como algo natural. En las casas, recuerdo que la higiene personal, la limpieza del cuerpo era mínima, puesto que el agua siempre estaba fría en invierno y lo único que hacíamos era lavarnos la cara y siempre que no fuese de forma extensa, sino a estilo gato. Así que los sábados por la noche, se calentaba agua en una olla de porcelana o de barro al lado de la lumbre y mi madre nos lavaba de las rodillas hasta los pies, con éstos metidos en una palangana, con jabón “Lagarto”. La cabeza nos la lavaban cuando nos picaba mucho con agua y jabón, aclarando después con vinagre. El resto del cuerpo, se quedaba para cuando la bonanza del tiempo y las altas temperaturas nos permitiesen darnos un baño en un tinajón de agua, calentada al sol. El tinajón era un recipiente de madera, en forma de artesa, que se utilizaba para lavar la ropa en las casas. Este tipo de baños, que se solían hacer cuando ya había acabado el curso y se estaba de vacaciones, era recibido con alegría por dos razones: porque se había acabado el curso y era una señal de descanso y porque era relativamente divertido meterse en agua como algo inusual. Otro tema era la defecación. Nunca nos lavábamos con agua después de efectuarla. La única cosa que nos servía eran las hojas viejas de los periódicos(en las casas donde se leía algún diario) o nada más que una piedra cuando se estaba en el campo. Las infecciones parasitarias intestinales eran muy frecuentes y no se sabía exactamente qué se debía hacer para evitarlas. Lo único que me acuerdo es que casi todos los niños las padecíamos y que un método tradicional de eliminarlas eran las “peras” de hollín. Es decir, eran unas pequeñas lavativas que utilizaban agua hervida en la que se había disuelto hollín de una chimenea de la casa. Lo cierto, es que al cabo de unas horas, las excreciones estaban totalmente plagadas de lombrices muertas. No era nada de extrañar, pues después de jugar en la tierra de las calles, que no estaban asfaltadas, sin lavarse apenas comíamos en la mesa o nos hurgábamos en la nariz... Mudábamos de ropa interior cada semana. Solía ser los sábados, después de habernos lavado las piernas hasta las rodillas.Así estábamos preparados para ir a misa mayor al día siguiente. 


Los "mayos".-
 ”...Ya tienes los mayos...puestos en la ventana...y al año que vienen, ...volverán los mayos....” y se repetía el estribillo en aquellas noches primaverales de principios del mes de Mayo en el pueblo. La charanga la interpretaba una pequeña banda de músicos aficionados del pueblo, compuesta por un saxo, un trombón, el bajo y el clarinete, además del bombo y los platillos. Formaban una rondalla que iba de ventana en ventana o de puerta en puerta, cantando los mayos a la gente que estaba en casa y que los había solicitado con tiempo, previo pago de una cantidad determinada o bien, que alguien (que podía ser el pretendiente de alguna mozuela), habría solicitado a la banda para que se los cantasen en su puerta, con la consiguiente sorpresa para la muchacha, que, alborozada, se ponía de todos los colores si es que, aun sin saberlo ciertamente, sospechaba de quién habría salido la demanda. El caso, es que la mencionada rondalla, iba acompañada por chicos y menos chicos para rondar a las casas y satisfacer no sólo la curiosidad, sino también el estómago, que se veía agradecido por los dulces o frutos secos, vino dulce o platos de mostillo o arroz con duz que les sacaban de la casa rondada. Normalmente, se hacía esta serenata en el fin de semana que coincidía con la fiesta del dos de mayo, para que los asistentes a tan ajetreada marcha popular, tuviesen tiempo y holganza para rondar a la gente sin prisas por trabajar a la mañana siguiente. La verdad es que, no tuve muchas ocasiones de ver al vivo estos “mayos”, pues cuando era un niño, yo no salía por las noches a rondar y cuando fui mayor, creo que se fue perdiendo la costumbre y no lo he vuelto a ver, ya que por estudios fuera del pueblo o por trabajo después de terminar la carrera, lo cierto es que no fue una de las grandes fiestas que pude contemplar en mi niñez. Hay anécdotas que contaba mi padre, que algunas veces, se le encomendaba a la banda tocar los mayos a alguien que ni esperaba ni le era propicio dicha serenata, a un compañero del trabajo, etc. De forma sorpresiva, se levantaba de la cama y malhumorado, desde dentro, se le oía decir: “¡¡Que no quiero mayos...que no quiero mayos...!!” Los músicos, advertidos de la “faena” y conscientes de esa broma, hacían oídos sordos a las exigencias del exasperado paisano, amigo de mi padre y los músicos proseguían como si no se enterasen de nada. Cabe decir que el tal personaje era el paradigma de la seriedad, la moderación y la discreción personalizada. Y que debido a estas cualidades, la broma le resultaba asombrosamente fastidiosa y capciosamente incomprensible.


 El aguador.-
 El aguador era, en Miguel Esteban,una figura inolvidable. Miguel Esteban es un pueblo de la estepa manchega: seco y con escasas corrientes superficales de agua. Y los pocos ríos que circulan se secan en verano o presentan un aspecto deplorable. Tradicionalmente, el miguelete obtenía el agua de bebida de pozos que tenían una profundidad inferior a los 10 metros. El agua, debido a la petrografía del terreno, es sumamente salobre. Es decir, caliza, de mala calidad, como corresponde a la mayor parte de los terrenos de la meseta inferior. Las casas o la mayor parte de las viviendas, disponían de un pozo del que se sacaba agua (en un principio, para beber) y que con el tiempo, se fue dejando de lado y utilizarlo para la bebida de las caballerías y para regar los cultivos. Además del pozo, expuesto siempre a contaminación de bacterias, abonos o excrementos, casi todas las casas disponían de un aljibe. El aljibe era un depósito subterráneo vertical, recubierto de cemento, donde se almacenaba agua "dulce", es decir, agua con menos sales disueltas que la que suministraba el pozo. El agua "dulce" la traía el aguador de un pozo de alguna zona que manaba el agua de mejor calidad. Esta mejor calidad era relativa, ya que se extraía de pozos del mismo término, con semejante estratigrafía de suelos. No obstante, teniendo en cuenta que el agua era "mejor" y que se depositaba en el aljibe, aislado con cemento del terreno propio, se conservaba para la bebida y se consideraba como el agua por excelencia. El aguador era este personaje singular que traía el agua a las casas. La traía de unos pozos de los "Codríos" o de "La Sierra". La transportaba en una cuba de madera de forma troncocónica, cargada sobre un carro. Se le encargaba y, de un día para otro, se tenía el agua en casa. Con el tiempo, cuando llovía, se recogía el agua de lluvia a través de unos canalones conduciéndola al aljibe. El agua caía sobre un tamiz de paño que de una forma más o menos grosera, filtraba el agua que discurría porlas tejas y los canalones. Las primeras aguas se dejaban correr fuera para no recoger la suciedad. Pero una vez que había pasado un rato y el agua caía más o menos limpia, se hacía conducir mediante un giro del último tramo de los canalones al brocal del aljibe donde se tenía dispuesto un arnero con un cedazo de tela o franela para que el agua fuese más o menos sin impurezas. No cabe duda de que este agua de lluvia era excelente para cocer las legumbres. Pero la falta de uso del agua almacenada hacía crecer en los fondos ovas o insectos propios de la suciedad arrastrada por las lluvias o por las aguas del pozo del aguador.

 La Feria.-
 La feria era y es la fiesta por antonomasia. Se celebra en la segunda semana de Septiembre. Y se celebra en honor a la Virgen del Socorro, popularmente conocida como “Socorrilla”. Oficialmente y desde siempre, la feria oficial se disfrutaba entre los días 8 y 10 pero el día anterior, día 7 ya teníamos los niños y mozalbetes de entonces la idea de que la feria ya estaba en las puertas. Por una parte, se quemaba la pólvora como paso previo a los 3 días de fiesta oficial. Por otra parte, comenzaban a instalarse las casetas de tiro de pichón, la noria, los columpios y el tren de la bruja (“trenillo”), el circo, las tómbolas, los puestos de chucherías, de berenjenas de Almagro, y demás tenderetes que, aunque fuese una espuerta con agua y unas gaseosas o refrescos dentro, daba la impresión de ser algo distinto, algo que no se veía los demás días. Como si algo mágico fuera a ocurrir, como si el destino lo fuera marcando, cada vez que por la calle Real pasaba un camión con un cargamento de adornos, tablamentos adornados y luces preinstaladas, salíamos detrás de ellos los niños para comprobar si era algo esperado o indagar qué cosa nueva venía a las ferias de nuestro pueblo. Y lo jaleábamos entre nosotros como si aquello fuese algo que contribuiría a fomentar más nuestro disfrute. Cabe decir que nueve días antes se celebraba el novenario de la Virgen. Recuerdo de mis años de niñez que en esos días, las casas se enjalbegaban, se pintaban de azulete y blanco, se limpiaban para ofrecer un aspecto más pulcro. También acudíamos a alguna novena como parte de la diversión que ya había comenzado en el pueblo. La última novena coincidía con el día 7, el día de la “pólvora", en que se quemaba el castillo de fuegos artificiales en los alrededores del Parque, en la antiguas eras que hoy día está edificado detrás de lo que es la trasera de la pista de baile municipal. Así quedaba inaugurada la Feria oficialmente. De la pólvora recuerdo especialmente el “toro de fuego”, que consistía en una simulación con una carcasa de cartón de un toro que lo llevaba a sus hombros un personaje del pueblo algo especial. Digo lo de especial, porque se le conocía por su prestancia a estos “juegos” de peligro, riesgo y pánico para niños y mayores. Todo el mundo esperaba al “toro”  con miedo y prevención. De vez en cuando, para contribuir a este pánico, algún graciosillo gritaba (durante la quema de fuegos artificiales): “¡que sale el toro!”, “¡el torooooo!” Y la muchedumbre miraba para todos los lados sin saber para dónde echar a correr. A partir del día 8 y junto a los dos días posteriores, la Feria discurría entre la monotonía y el aburrimiento. La mayoría del público recorría la calle Real de arriba abajo desde la Iglesia hasta el Parque municipal, que era la zona donde se concentraba el ferial. Se veía a la gente que desde hacía mucho tiempo no vivía ya en el pueblo, porque estaban en otras poblaciones trabajando y volvían a ver a las familias con ocasión de la Feria. Aunque fuese de forma compulsiva, se saboreaban polos de múltiples sabores, se comían berenjenas, se degustaban cervezas y refrescos en las terrazas del Parque, se iba al cine de verano o al circo con los más pequeños. Se subía al tren de la bruja, a la noria, a los columpios o se disparaba a la diana o a las golosinas de los “tiros de pichón”. Algunos “afortunados” portaban en la mano un muñeco de peluche o una fiambrera de plástico que les había tocado en alguna tómbola.... y así los tres días. Posteriormente, ya desde los años 60, se ideó algo que permanece hasta la fecha, como era costumbre en otros lugares: tener una reina de las fiestas, damas de honor e incluso “misters” de honor. En el año 1968 se creó un nuevo evento con la elección de la Reina de La Mancha, concurso de las bellezas entre las reinas de las fiestas de diferentes localidades de los alrededores. Incluso se llegó a elegir una reina china, paisana de un gran amigo del que escribe esto: Shu Li Yann. Aquello fue una “bomba” en el pueblo, porque en una época en que la inmigración era algo impensable, que llegase al pueblo un autobús lleno de chinos era algo inverosímil. Eran chinos de Taiwan. Todo era debido a la amistad de nuestra pandilla de amigos con Fernando Shu, que era secretario de comunicación de la embajada de Taiwan en Madrid. Hay que tener en cuenta que por aquellos años no teníamos relaciones diplomáticas con los países comunistas como la China continental. Más adelante, y a partir de esos años, las ferias se han “alargado” artificialmente, celebrando la elección de la Reina de La Mancha desde el sábado anterior a la feria migueleta. Las corridas de toros, las exposiciones, conciertos culturales y demás actividades llenaron los espacios feriales deshaciendo la monotonía y extrapolando la feria a otras poblaciones adyacentes. La feria siempre ha significado el merecido descanso al esfuerzo de los migueletes, la diversión, el asueto y el relax después de los meses de verano tan agobiante en sus días. Ya no es lo mismo que antes, evidentemente. Pero la tradición se mantiene, alarga el descanso y, aunque las tareas del verano no sean tan penosas como antes, otras actividades como el comercio, la construcción y la vendimia, hacen de la Feria el período de descanso, esparcimiento y encuentro familiar entre generaciones alejadas por motivos laborales, sociales o circunstanciales.


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